Mensaje del Arzobispo de Medellín, Mons. Ricardo Tobón
El tiempo litúrgico de Cuaresma nos está conduciendo a la celebración de la muerte y resurrección del Señor. Pronto llegaremos a la semana que entraña el Triduo Pascual y que es la mejor oportunidad del año para vivir todo el misterio de Cristo. Por tanto, es necesario que preparemos cuidadosamente su celebración como un momento privilegiado de evangelización, como una experiencia espiritual que brota de la liturgia, como una ocasión de profunda renovación personal y comunitaria. Debe ser, efectivamente, una semana en la que Dios nos manifiesta y nos da su santidad.
De diversas maneras he insistido en la necesidad de vivir provechosamente este tiempo de gracia y de no quedarnos en cosas exteriores y superficiales, que tal vez algunos reclaman pero que no salvan a nadie. Analizando, el año pasado, este tema con el Consejo Presbiteral, se decía que se van logrando muchas cosas positivas. Concretamente, se anotaba: contamos siempre con una buena participación de los fieles, la gente ve que necesita este espacio de respiración espiritual, se percibe un verdadero deseo de escuchar la Palabra de Dios, muchas personas van aprendiendo a comprender y a gozar la liturgia.
Igualmente, se señalaba con relación a la Semana Santa que ha habido más interés en promover espacios de catequesis, que en la mayoría de los casos ha mejorado la predicación, que se han ido terminando dramatizaciones y ornamentaciones aparatosas, que en muchas parroquias se ofrecen posibilidades para celebrar el sacramento de la reconciliación, que los laicos han venido asumiendo una participación más activa y provechosa en los actos litúrgicos, que la Vigilia Pascual se ha vuelto en verdad el centro al que se orienta toda la Semana Santa.
Se lamentaba, sin embargo, que no en todas las parroquias se daban estas buenas prácticas. Hay lugares donde la celebración de la Pascua se centra en los actos de piedad popular o se le da un carácter de espectáculo con elementos teatrales para atraer a quienes buscan el entretenimiento como si fueran momentos culturales o folclóricos. Secularizar la Semana Santa, del modo que sea, como pretenden ciertos grupos, terminará más temprano que tarde en adulterarla y negarla.
Es bueno valorar la piedad popular como manifestación de carácter privado o comunitario que, en el ámbito de la fe cristiana, se expresa con formas peculiares según las características culturales de las personas y de los pueblos. Pero no conviene sobreponer o mezclar los ejercicios piadosos con las acciones litúrgicas, pues su lenguaje, su dinámica y sus acentos teológicos son muy diferentes. No puede permitirse que los ritos de Semana Santa tengan, como en un paralelismo celebrativo, casi dos ciclos, uno litúrgico y el otro de ejercicios piadosos.
Entendamos que no celebran la Semana Santa quienes se limitan a participar en las procesiones y no penetran en el misterio de Cristo que la Iglesia actualiza y vive en la liturgia. Tantas veces nos preguntamos qué podemos hacer, ante los males que nos rodean. La Semana Santa nos ofrece algo concreto: encontrarnos de verdad con Cristo y permitirle que transforme nuestra vida. Entonces seremos mejores seres humanos, fortaleceremos el amor en nuestras familias, ayudaremos a que nuestra sociedad se libere de lacras terribles como el individualismo, la inequidad social y la violencia.
Propongámonos vivir y ayudar a otros a vivir estos días con hondura; que nos sirvan para renovar nuestra vida cristiana; que revitalicen la dimensión comunitaria y la misión apostólica de nuestras parroquias. Propiciemos que haya un verdadero encuentro con Cristo, que sintamos el poder de su sangre redentora, que experimentemos que él hace resurrección en nosotros. Es preciso que, como san Juan en el Apocalipsis, sintamos la mano de Cristo sobre nosotros y oigamos que nos dice: “Soy yo, estuve muerto, pero ahora vivo por los siglos” (Ap. 1,18).